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Leonardo Fernández, por Francisco Fadón Huertas

AMOR BRUJO Viene de allá, de donde Málaga dice adiós a la ciudad para aproximarse al bullanguero y cosmopolita Torremolinos. Viene de la ciudad que prepara alojamiento a su internacional Picasso, mientras tiene varados a los maestros que a Leonardo, como a tantos otros, dieron lecciones de fondos, formas, temas, calidades, luces, sombras, voces y silencios, desde las viejas telas que esperan una pronta resurrección.

 Trae, Leonardo, una vez más, su bagaje de ilusionado trabajo, de su esmerado hacer, de su visión de las gentes y las cosas, de esa proyección que va ganando reposo día a día, que suma calidades, matices, experiencias que acumula continuamente con el hacer, con el buen hacer, con el estudio metódico de la obra hecha y con la inconformidad que es pie del progreso.

 Estuve en casa de Leonardo. Estudio suficiente para albergar la obra hecha, bien hecha y para ser, algo así, como museo de su obra, de la poca que queda siempre tras las exposiciones, y de esa otra que viene a ser como el álbum enmarcado de esos cuadros que han tenido y tienen para el pintor un hondo sentido en su quehacer a través del tiempo y con ese montón de cachivaches que siempre tienen los pintores como una especie de recolección variada que aparece, luego en algún cuadro.

 Flores de mil clases y mil colores que huelen y parecen tener adherida una gota del mañanero rocío. Un “Amor Brujo” en el que, sobre un florido mantón de manila, brilla el acero de la tetera bajo un cuadro con mujer desnuda y fondo de la Alhambra con nieves eternas al fondo. Leonardo rinde homenaje en sus cuadros a los paisajes que encuadran la temática y siempre surgen en el fondo para añadirle un toque de paisajista e histórica profundidad. Y viejos grifos que gotean sobre frutas en una pared medio desconchada con el tradicional trozo de viejo zócalo que viene a ser como una especie de firma del maestro. Y rinde homenaje a los pintores, a los maestros de siempre; a su paisano Picas so, al inmortal Goya, al sevillano Murillo o al pintor, con la palabra, Gustavo Adolfo Bécquer. Y hasta llena de rosas una paleta, su paleta del hacer diario, en una especie de homenaje, también, a quienes juegan cada día con luces y colores, fondos y formas.

 Y hay naturalezas muertas que tienen vida, que Leonardo pinta y repinta, pule y retoca, en un hacer que habla de perfección. Y hay bodegones con viejas caracolas de que parecen acariciar con marinos sonidos la pesca del día y frutas con la frescura de haber sido cogidas del árbol de la mañana. Y hay mujeres que, Leonardo, maestro es del retrato y sabe dejar en el lienzo el mensaje femenino de la placidez, de la dulzura, del encanto de, en suma, la belleza.

 Pintura realista, viva, cuajada de luces nacidas al abrigo de un Mediterráneo que es luz. Dominio del color que se hace vivo o se apaga jugando, precisamente con la luz. Estudio de la temática, de la construcción de la obra, cuidada al máximo, con esmero que es fruto del amor a una profesión que, para él, lo es todo.

 Con su cargamento ilusionado, viene, vuelve, Leonardo a tierras catalanas, donde tiene una cita perenne, donde se sabe de su hacer, de su depurada técnica, del realismo de su obra, de su temática variada, del trabajo esmerado en la resolución de todas y cada uno de sus cuadros, de esa pintura fresca, luminosa, como los amaneceres de su Málaga y, a la vez, profunda como el mar que le es vecino y plena de colores y luces sacados de su paleta del vivir. Bienvenido, artista.

Francisco Fadón Huertas

Periodista

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