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Leonardo , por Francisco José Rodríguez Marín

Jarra-y-frutasEl nombre, que nos recuerda al insigne artista del Renacimiento, parece que determinó la trayectoria de un malagueño, que desde su más temprana niñez experimentó una profunda y gozosa vocación hacia la pintura . Una inclinación natural que ha sido intensa y laboriosamente trabajada en una continua búsqueda en pos de la auto superación, y que ha dado por resultado el carácter preciosista e íntimo que caracteriza a su obra.

La pintura de Leonardo constituye un mundo dotado de sello personal, integrado por paisajes urbanos plenos de genuina belleza que ha menudo nos había pasado desapercibida, conseguidas composiciones con las que homenajea a grandes figuras de la pintura universal o a los pintores del siglo XIX de su Málaga natal de los que tanto aprendió, interiores costumbristas impregnados de bucolismo y evocadores de la calidez del hogar, o naturalezas muertas que se dignifican a si mismas mediante su inclusión en la obra de arte.

Es precisamente el bodegón el tema que ha obtenido una más personal concepción en la obra de Leonardo. Los objetos son recuperados, a veces, desde la cotidianidad más olvidada para cobrar un nuevo significado. Elige materiales de insospechadas cualidades estéticas, cuyas contrastadas texturas constituyen una excusa para hacer patente el profundo dominio técnico con el que son representados. Pero no es sólo técnica. Un soplo vital, una intangible sensación nos sugiere que fueron unas manos las que cortaron las rosa, las que prepararon esos alimentos, las que dispusieron las frutas bajo el frescor del agua. Es la aportación del artista que vive su obra y deja en ella parte de si mismo.

A menudo son objetos evocadores de oficios, usos y costumbres tradicionales o en vías de desaparición, que provocan en el espectador la añoranza por los tiempos pasados o a punto de marcharse. La azulejería polícroma nos remite a técnicas y saberes que han perdurado incólumes desde hace siglos, los bordados de un mantón hasta las largas tardes en las que manos femeninas dibujaron flores en un paciente discurrir, o alimentos sencillos y puros que conllevan el marchamo de lo auténtico, lo tradicional, lo de siempre. Aquello que da sentido a nuestra existencia, con lo que resulta fácil identificarse. Es una rara virtud ésta la de hacer patente el paso del tiempo sin aludirlo siquiera, y hacerla con unas fórmulas renovadas de lo que constituye un bodegón.

Su particular eclecticismo le permite aunar distintas técnicas pictóricas en un mismo cuadro sin desencuentro alguno entre ellas, o a retomar recursos pictóricos gestados durante el Barroco que demuestran su plena vigencia en un nuevo entorno. Así ocurre con la presencia de cuadros en el cuadro, con espejos que nos proporcionan imágenes ilusorias que tomamos como reales, que juegan con nuestras sensaciones aprovechando el despiste de nuestros sentidos, absortos ante el virtuosismo con el que es representada la realidad. La argéntea y pulida superficie metálica de una tetera o el traslúcido cristal de una redoma le permiten obtener elaborados efectos de duplicidad de imágenes que, sin embargo, se insertan en la obra con extrema naturalidad. Siempre hay una segunda realidad a los ojos de una lupa, que exige la mirada escrutadora del que no se resigna a conformarse con la apariencia inmediata. Una segunda realidad más profunda y minuciosa, que se hace presente en forma de casi imperceptibles gotas de rocío, en sutiles brillos, en inadvertidas trazos en un libro abierto que permiten su lectura.

El otro gran protagonista es la luz. Una luz límpida, intensa, dirigida, casi siempre de incidencia lateral. Es ella la que termina el cuadro. La que se encarga de modelar los objetos, de conferirles volumen y corporeidad, color viveza y sentido espacial dentro de la composición. Los objetos, colocados con aparente descuido, se encuentran hábilmente dispuestos para configurar armónicas composiciones a las que no resulta ajeno el sentido de la profundidad. Luces, sombras, degradados de color, o incluso la propia desmaterialización del soporte nos remite, no a unos centímetros más allá, sino a otro mundo, a sacadas del copo al amanecer, paisajes campestres elaborados con técnica impresionista que contrastan con el acusado realismo de unas delicadas flores, o a escenas alhambreñas a las que nos transporta el cuadro dentro del cuadro.

Así ocurre en Recogida de la redes, donde la graduación lurnínica nos lleva a una escena crepuscular, enmarcada como si fuera una escena teatral, apenas insinuada mediante sombras que, sin embargo, resulta plenamente contextualizada a través de los objetos de temática pesquera que constituyen una sinfonía de calidades táctiles. También es el contraste quien marca la línea argumental de Fuente con fruta, donde el muro recubierto por múltiples capas de cal y remodelado por el paso y el descuido, muestra su rugosidad mediante el empastado y la acumulación de materia pictórica que le confiere tridimensionalidad y le redimen de constituir un mero fondo. El agua, fuente eterna de vida, la fruta o la nota de color del geranio integran una dicotomia vital frente a tanta inerte aspereza.

La obra de Leonardo Fernández no puede calificarse sin más de mero realismo pictórico, sino de una particular forma de aprehender la realidad mediatizada por su propia experiencia y sensibilidad. Una realidad que nos devuelve poetizada para constituir un mundo del que no querríamos salir nunca.

Francisco José Rodríguez Marín

Departamento de Historia del Arte

Universidad de Málaga

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